Comencé a buscar información en internet. Encontré diversos artículos de importantes periódicos del mundo que daban cuenta de que la obra de Larsson se había convertido en un fenómeno best-seller sin precendentes, pero que al mismo tiempo contaba con muy buenas críticas de los sectores especializados y académicos, incluso una prestigiosa revista literaria francesa la consideraba como la gran novela negra de la década. Para entonces, durante mis habituales visitas a las librerías locales, busqué estos libros y los encontré. Pero nunca tenían las tres novelas juntas, los encargados daban comentarios del tipo: ''se ha agotado la primera novela'', o ''todavía no nos llega el nuevo lote de la última novela, llegó uno la semana pasada pero ya vendimos todos los libros''. Confirmado: era un best-seller, incluso en el Perú. Las portadas del pintor mexicano Gino Rupert me parecían fascinantes y hacían más atractivos los voluminosos libros (cada uno tiene en promedio 750 páginas), que tenían el aspecto de elegantes ladrillos negros. El problema era el precio: S./89 soles cada libro (S./267 soles por los tres). El factor precio me impidió adquirir los libros en el acto, y además aun me asaltaba la duda: ¿Y si me gastaba toda esa plata y los libros no me gustaban? Me podría gustar Bayly como escritor, pero eso no indicaba necesariamente que sus gustos literarios coincidan siempre con los míos. Así fueron pasando las semanas hasta que un día leí en El Comercio un artículo de Mario Vargas Llosa (aún no ganaba el Nobel) sobre la obra de Stieg Larsson. La crítica era muy positiva, y un apasionado Vargas Llosa escribía sobre lo mucho que había gozado leyendo éstas novelas. Vargas Llosa es uno de mis escritores favoritos de toda la vida, y una de las personas a quien más admiro en el mundo. La recomendación de dos escritores a los que admiro (con estilos literarios muy diferentes entre sí) terminó de convencerme: tenía que leer esos libros de todas maneras.
Al fin -muchos meses después- llegó la ocasión de adquirir estas novelas en la Feria Internacional del Libro de Lima 2010, pues los encontré con 20% de descuento en el local de una librería de la que soy cliente hace varios años (Disbook Junior) y por esos días justamente había recibido una pequeña propina a manera de gratificación en mi trabajo. El monto de la gratificación coincidía casi exactamente con lo que costaban los tres libros así que sin pensarlo dos veces me los compré. Era en ése momento o nunca. Luego leí los tres libros a lo largo de aproximadamente 4 o 5 meses (cada una de las tres novelas me tomó algo más de un mes, pues el trabajo no me dejaba mucho tiempo libre) y, como comenté al comienzo de éste extenso párrafo, he quedado totalmente maravillado: deslumbrado por la capacidad de Larsson para recrear la totalidad y complejidad del mundo en sus libros, por el increíble desarrollo de sus personajes que terminan ocupando un lugar en nuestra mente como personas reales de carne y hueso (y a los que nos unen sentimientos de amistad, cariño, odio o miedo dependiendo de cada caso), por su creatividad y genio para inventarse peligrosas y fascinantes aventuras que afectan tanto la intimidad de los personajes como el destino de una nación entera. Un ejemplo de virtuosismo literario y una muestra estupenda de novela total, utilizando un lenguaje asequible y directo. Leer éstas novelas ha sido una de las experiencias más intensas y exquisitas de mi vida. Y Larsson ya ocupa un sitial privilegiado en el altar de mis escritores más reverenciados.
Larsson murió joven, a los 50 años, días antes de ver publicada su primera novela y pocos días después de entregar la tecera novela a su editor. Una pérdida incalculable para quienes admiramos su obra. ¿Y que habría pasado si Larsson no hubiera muerto? ¿Hubiera continuado escribiendo más novelas relacionadas al universo Millenium? Es posible, pero nunca lo sabremos. Al menos festejemos el hecho de que le alcanzó vida para completar su magnífica trilogía, que de hecho tiene un carácter autoconclusivo. A continuación, y con la esperanza de que ustedes amigos lectores también se animen a leer la obra de Stieg Larsson, los dejo con dos lúcidos e inteligentes artículos sobre el tema escritos por Mario Vargas Llosa y Jaime Bayly (quienes fueron los que me animaron en un primer momento a leer éstos libros, por lo que les estoy muy agradecido). En ellos encontrarán algunas claves básicas como para ir adentrándose en el universo creado por Larsson. ¿Qué esperan para leer éstas novelas? No se arrepentirán.
Lisbeth Salander debe vivir
Por Mario Vargas Llosa para El País de España (06/09/2009)
He leído 'Millennium' con la felicidad y excitación febril con que de niño leía a Dumas o Dickens. Fantástica. Esta trilogía nos conforta secretamente. Tal vez todo no esté perdido en este mundo imperfecto.
Comencé a leer novelas a los 10 años y ahora tengo 73. En todo ese tiempo debo haber leído centenares, acaso millares de novelas, releído un buen número de ellas y algunas, además, las he estudiado y enseñado. Sin jactancia puedo decir que toda esta experiencia me ha hecho capaz de saber cuándo una novela es buena, mala o pésima y, también, que ella ha envenenado a menudo mi placer de lector al hacerme descubrir a poco de comenzar una novela sus costuras, incoherencias, fallas en los puntos de vista, la invención del narrador y del tiempo, todo aquello que el lector inocente (el "lector-hembra" lo llamaba Cortázar para escándalo de las feministas) no percibe, lo que le permite disfrutar más y mejor que el lector-crítico de la ilusión narrativa.
¿A qué viene este preámbulo? A que acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos de Millennium, unas 2.100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página "¿Y ahora qué, qué va a pasar?" y demorando la lectura por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar pronto sumiéndome en la orfandad. ¿Qué mejor prueba que la novela es el género impuro por excelencia, el que nunca alcanzará la perfección que puede llegar a tener la poesía? Por eso es posible que una novela sea formalmente imperfecta, y, al mismo tiempo, excepcional. Comprendo que a millones de lectores en el mundo entero les haya ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo mismo que a mí y sólo deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco, Stieg Larsson, se muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que había realizado.
Repito, sin ninguna vergüenza: fantástica. La novela no está bien escrita (o acaso en la traducción el abuso de jerga madrileña en boca de los personajes suecos suena algo falsa) y su estructura es con frecuencia defectuosa, pero no importa nada, porque el vigor persuasivo de su argumento es tan poderoso y sus personajes tan nítidos, inesperados y hechiceros que el lector pasa por alto las deficiencias técnicas, engolosinado, dichoso, asustado y excitado con los percances, las intrigas, las audacias, las maldades y grandezas que a cada paso dan cuenta de una vida intensa, chisporroteante de aventuras y sorpresas, en la que, pese a la presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar.
La novelista de historias policiales Donna Leon calumnió a Millennium afirmando que en ella sólo hay maldad e injusticia. ¡Vaya disparate! Por el contrario, la trilogía se encuadra de manera rectilínea en la más antigua tradición literaria occidental, la del justiciero, la del Amadís, el Tirante y el Quijote, es decir, la de aquellos personajes civiles que, en vista del fracaso de las instituciones para frenar los abusos y crueldades de la sociedad, se echan sobre los hombros la responsabilidad de deshacer los entuertos y castigar a los malvados. Eso son, exactamente, los dos héroes protagonistas, Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist: dos justicieros. La novedad, y el gran éxito de Stieg Larsson, es haber invertido los términos acostumbrados y haber hecho del personaje femenino el ser más activo, valeroso, audaz e inteligente de la historia y de Mikael, el periodista fornicario, un magnífico segundón, algo pasivo pero simpático, de buena entraña y un sentido de la decencia infalible y poco menos que biológico.
¡Qué sería de la pobre Suecia sin Lisbeth Salander, esa hacker querida y entrañable! El país al que nos habíamos acostumbrado a situar, entre todos los que pueblan el planeta, como el que ha llegado a estar más cerca del ideal democrático de progreso, justicia e igualdad de oportunidades, aparece en Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire, como una sucursal del infierno, donde los jueces prevarican, los psiquiatras torturan, los policías y espías delinquen, los políticos mienten, los empresarios estafan, y tanto las instituciones y el establishment en general parecen presa de una pandemia de corrupción de proporciones priístas o fujimoristas. Menos mal que está allí esa muchacha pequeñita y esquelética, horadada de colguijos, tatuada con dragones, de pelos puercoespín, cuya arma letal no es una espada ni un revólver sino un ordenador con el que puede convertirse en Dios -bueno, en Diosa-, ser omnisciente, ubicua, violentar todas las intimidades para llegar a la verdad, y enfrentarse, con esa desdeñosa indiferencia de su carita indócil con la que oculta al mundo la infinita ternura, limpieza moral y voluntad justiciera que la habita, a los asesinos, pervertidos, traficantes y canallas que pululan a su alrededor.
La novela abunda en personajes femeninos notables, porque en este mundo, en el que todavía se cometen tantos abusos contra la mujer, hay ya muchas hembras que, como Lisbeth, han conquistado la igualdad y aun la superioridad, invirtiendo en ello un coraje desmedido y un instinto reformador que no suele ser tan extendido entre los machos, más bien propensos a la complacencia y el delito. Entre ellas, es difícil no tener sueños eróticos con Monica Figuerola, la policía atleta y giganta para la que hacer el amor es también un deporte, tal vez más divertido que los aerobics pero no tanto como el jogging. Y qué decir de la directora de la revista Millennium, Erika Berger, siempre elegante, diestra, justa y sensata en todo lo que hace, los reportajes que encarga, los periodistas que promueve, los poderosos a los que se enfrenta, y los polvos que se empuja con su esposo y su amante, equitativamente. O de Susanne Linder, policía y pugilista, que dejó la profesión para combatir el crimen de manera más contundente y heterodoxa desde una empresa privada, la que dirige otro de los memorables actores de la historia, Dragan Armanskij, el dueño de Milton Security.
La novela se mueve por muy distintos ambientes, millonarios, rufianes, jueces, policías, industriales, banqueros, abogados, pero el que está retratado mejor y, sin duda, con conocimiento más directo por el propio autor -que fue reportero profesional- es el del periodismo. La revista Millennium es mensual y de tiraje limitado. Su redacción, estrecha y para el número de personas que trabajan en ella sobran los dedos de una mano. Pero al lector le hace bien, le levanta el ánimo entrar a ese espacio cálido y limpio, de gentes que escriben por convicción y por principio, que no temen enfrentar enemigos poderosísimos y jugarse la vida si es preciso, que preparan cada número con talento y con amor y el sentimiento de estar suministrando a sus lectores no sólo una información fidedigna, también y sobre todo la esperanza de que, por más que muchas cosas anden mal, hay alguna que anda bien, pues existe un órgano de expresión que no se deja comprar ni intimidar, y trata, en todo lo que publica e investiga, de deslindar la verdad entre las sombras y veladuras que la ocultan.
Si uno toma distancia de la historia que cuentan estas tres novelas y la examina fríamente, se pregunta: ¿cómo he podido creer de manera tan sumisa y beata en tantos hechos inverosímiles, esas coincidencias cinematográficas, esas proezas físicas tan improbables? La verosimilitud está lograda porque el instinto de Stieg Larsson resultaba infalible en adobar cada episodio de detalles realistas, direcciones, lugares, paisajes, que domicilian al lector en una realidad perfectamente reconocible y cotidiana, de manera que toda esa escenografía lastrará de realidad y de verismo el suceso notable, la hazaña prodigiosa. Y porque, desde el comienzo de la novela, hay unas reglas de juego en lo que concierne a la acción que siempre se respetan: en el mundo de Millennium lo extraordinario es lo ordinario, lo inusual lo usual y lo imposible lo posible.
Como todas las grandes historias de justicieros que pueblan la literatura, esta trilogía nos conforta secretamente haciéndonos pensar que tal vez no todo esté perdido en este mundo imperfecto y mentiroso que nos tocó, porque, acaso, allá, entre la "muchedumbre municipal y espesa", haya todavía algunos quijotes modernos, que, inconspicuos o disfrazados de fantoches, otean su entorno con ojos inquisitivos y el alma en un puño, en pos de víctimas a las que vengar, daños que reparar y malvados que castigar. ¡Bienvenida a la inmortalidad de la ficción, Lisbeth Salander!
Yo besé a Lisbeth Salander
Por Jaime Bayly para Perú.21 (17/08/2009)
Llegando a Estocolmo, mi amiga danesa Stella Wilde (ningún parentesco con Oscar) se quejó de que el hotel Berns (donde tocó recientemente Mika) apestaba a basura y el baño de su habitación (porque ella había pedido una habitación separada de la mía, pues no toleraba verme dormir con zapatos ni mis ronquidos pedregosos) olía a cloaca, a alcantarilla, a antigua mierda sueca. Stella Wilde era muy refinada y por eso era justo complacer sin más sus caprichos. Dejé mis cosas en la habitación del Berns (que era un hotel viejo, que olía a viejo, que olía a basura porque habíamos tenido la mala suerte de llegar precisamente en el momento en el que el camión de basura estaba recogiendo los desperdicios del hotel, y que indudablemente apestaba a cloaca en los baños, pero eso no me disgustaba o no me disgustaba del todo, pues lo impregnaba de una cierta sordidez humana que nos recordaba que solo estábamos de paso) y llevé a mi amiga Stella al hotel que ella conocía en Estocolmo, el Grand. Era un hotel majestuoso, señorial, el hotel donde se alojaban los ganadores de los premios Nobel. Pedimos una habitación para ella, pero estaban todas ocupadas por señores que parecían de alguna realeza en el exilio y caminaban con sombrero y bastón, como salidos de “Muerte en Venecia”, así que nos resignamos a tomar el té en la biblioteca y le pedí a Stella que me hiciera una foto porque sabía que nunca me la haría con el Nobel, como quizá se la hicieron en esa biblioteca Gabo y Paz (y espero que se la haga Vargas Llosa). El azar, ese dios veleidoso que guía nuestros pasos, nos llevó, de camino al National Museum, a un hotel recientemente inaugurado, el Lydmar, en la misma calle del Grand, una calle de un nombre tan largo, Södra Blasieholmshamnen, que me sorprende haber vencido la pereza y conseguido escribirlo. El Lydmar era un palacete modernista, el refugio barroco de los ricos y famosos, una mansión donde todo lucía bello e inmaculado, al punto que me sentía un intruso, una mancha hedionda, y temía que alguien me expulsara a patadas de allí, pero por suerte me escondía detrás de Stella Wilde, quien capturaba las miradas de hombres y mujeres.
Los empleados del hotel vestían de negro y eran todos absolutamente deseables y a todos les hubiera requerido alguna forma innoble de amor sin preguntarles su nombre y pagando si fuera el caso. Todos los muebles, candelabros, libros y cuadros del Lydmar me los hubiera robado para la casa en la que siempre soñé vivir y en la que nunca viviré (porque tal vez un escritor nunca consigue vivir donde quisiera vivir y vive a duras penas en sus libros). Stella Wilde se instaló con aire lánguido y ausente en una suite del Lydmar que no era precisamente barata (cinco mil coronas la noche), pero ella sabía que su belleza era tal que no tenía precio (o, como se dice con cierta ordinariez, que se trataba de una mujer de alto mantenimiento) y que nada de lo que yo gastase por contemplarla (y, si tenía suerte, por rozarla) compensaría el incalculable deleite que me procuraba su sola presencia, la aventurera decisión que había tomado en un bar de Copenhague: la de viajar conmigo, un extraño, un peruano, un hombre gordo con boina y el hígado estragado, a caminar las calles de Estocolmo, que ella se jactaba de conocer. En efecto, comprobé que me asistía una guía de lujo.
Me llevó a la isla sureña de Södermalm y me hizo fotos en el departamento modesto donde vivió Lisbeth Salander (el que luego cedió a su amiga lesbiana Mimi) en la calle Lundagatan, y en el departamento lujoso que compró Lisbeth, en las alturas de la calle Fiskargatan, tras saquear cibernéticamente las cuentas de un magnate inescrupuloso y hacerse muy rica, desde las cuales se alcanzaban a ver al National Museum y el Lydmar, al otro lado del remanso de agua báltica del lago Mälarem, y frente al edificio de la calle Bellsmangatan 1, donde vivió el periodista Mikael Blomkvist. Fue un momento emocionante para mí y creo que para ella también, pues ambos habíamos leído, hechizados, raptados por el vértigo perverso de su prosa, la trilogía de Stieg Larsson, y nos resistíamos a creer que Lisbeth Salander era una criatura ficticia y, todavía aturdidos por el poder persuasivo de esas novelas, estábamos seguros de que ella existió y vivió en ese edificio gris de Lundagatan y luego se mudó a ese otro edificio de Fiskargartan y nadie en el mundo nos convencería de que Stieg Larsson se inventó todo y Lisbeth fue solo una mujer que él imaginó en sus últimos días delirantes y ermitaños, envuelto en una nube de tabaco que le costó la vida. Mi amiga Stella me llevó al edificio de la revista donde murió Larsson (o donde le dio un infarto, pues acabó de morir en una ambulancia, camino al hospital).
Aquel día funesto de 2004 era la una de la tarde, Larsson había terminado su trilogía desmesurada y genial, fue a trabajar a la revista, apretó el botón del ascensor, no funcionaba (el azar, siempre el azar), subió por las escaleras hasta el séptimo piso y poco después le sobrevino un infarto.
Tenía cincuenta años, fumaba mucho (dicen que dos cajetillas diarias) y no dejó escrito un testamento. Su trilogía ha vendido más de veinte millones de ejemplares en distintos idiomas; no es fácil encontrar a un sueco que no haya leído al menos una de las tres novelas de “Millennium”. La mujer de Larsson, Eva Gabrielsson, con la que nunca se casó (seguramente para preservar el amor), no ha podido heredar una sola corona de las cuantiosas regalías. Como Larsson cometió el descuido de no dejar testamento, los herederos de la vasta fortuna que sus libros han dejado terminaron siendo (el azar, de nuevo el azar) su padre Erland y su hermano Joakim, con quienes tenía una mala relación (como era de suponer en un buen escritor).
Nunca había viajado a una ciudad imantado por el poder magnético de un escritor. Vine a Estocolmo por culpa de Larsson o gracias a Larsson. En los bares de lesbianas de Södermalm, creía ver a Lisbeth Salander (muy flaca, musculosa, tatuada, ágil y astuta como un gato). En los cafés refinados de Östermalm, creía ver al tutor depravado de Lisbeth, ese sátiro que abusó de ella. En los parques apacibles y floreados de Södermalm, o en el bar bohemio del hotel Rival, creía ver a Mikael tomándose una cerveza, tratando de desenredar la maraña infinita en la que, a riesgo de su vida, su vocación de justiciero lo había metido. No era yo el único forastero que caminaba aquellas calles buscando las casas donde vivieron Lisbeth y Mikael. De vez en cuando, me cruzaba con gente solitaria, extraviada, poseída por la misma enfermedad, sedada o excitada por el mismo poder febril de las palabras de un escritor, y les decía qué calles debían recorrer para llegar al lugar donde nuestra heroína se escondía de Todo lo Malo. Uno de los taxistas se rio de mí y me dijo: Pero esa chica no existió, nunca vivió allí, todo es mentira, es solo una novela. Yo le dije: se equivoca, señor, Lisbeth Salander existió, vive aún y es mi amiga. El taxista me miró con una mezcla de incredulidad y desdén y decidió que no le convenía conversar con chiflados que venían desde tan lejos a buscar fantasmas que solo habitaban en los libros de un sueco ya muerto.
Después de visitar los lugares más memorables de las novelas de Larsson y hacernos fotos en ellos y hacerles fotos a otros adictos a sus novelas (por lo general, gente taciturna, melancólica, de países inverosímiles, como Islandia o Polonia), nos resignamos a visitar los museos, el National, el de Arte Moderno, el Vasa, que exhibe una balsa vikinga que se hundió siglos atrás y fue reflotada, pero ningún cuadro de Picasso o Gauguin, ninguna escultura de Rodin, ningún vestigio de la vida y la historia escandinavas, incluyendo sus palacios reales y sus guardias vestidos de azul, nos conmovió tanto como el edificio de Lundagatan 47 (un modesto edificio gris en una calle empinada, en los extramuros de lo que antes era un barrio obrero), o el edificio añoso pero bien conservado, arriba de la colina de Mosebacke, en Fiskargatan 9 (donde imaginé a Lisbeth gastando las millones de coronas suecas que había robado cibernéticamente a un hampón de alta sociedad y que había escondido en una cuenta de un banco en Gibraltar), o el edificio barroco de la calle Bellmansgatan 1, donde Mikael Blomkvist amaba a varias mujeres, comía sánguches de queso y se devanaba los sesos tratando de zafarse de la telaraña en la que, buscando una verdad esquiva, tratando de hacer justicia, se enredaba más y más.
Ningún escritor me había secuestrado tan poderosamente como Stieg Larsson. Ningún escritor me había humillado tanto como él (pues leyéndolo comprendí la insignificancia de mis libros). Ningún escritor me había dopado al punto de obligarme a viajar al país donde ocurrían sus ficciones para sentirme en cierto modo parte de ellas o para sentir que esas ficciones no eran del todo falsas, que había en ellas un punto de verdad, una realidad que solo sus lectores más leales podíamos hallar. Por eso vine a Estocolmo, no para comprar ropa ni para hacerme un corte de pelo vanguardista (es curioso cómo les gusta a los suecos jugar con su pelo) ni para recorrer palacios y museos. Vine para agradecerle a Larsson, ya tarde, los viajes alucinados a los que me arrojó de bruces con sus ficciones, para agradecerle por el efecto narcótico, adictivo, que sus libros operaron en mí, para encontrar a Lisbeth Salander en alguna madriguera o escondrijo de Södermalm.
Una noche, saliendo del bar del hotel Rival (cuyo propietario, Benny Andersson, fue cantante del grupo Abba), caminé un par de calles y me metí a un Seven Eleven (es notable la cantidad de Seven Elevens que hay en Estocolmo) y estuve seguro de que esa mujer flaca, de pelo negro, muy corto, con los brazos musculosos, tatuados, sin maquillaje, con ojos felinos, asustadizos, era ella, Lisbeth Salander. Era idéntica a la actriz sueca que daba vida a Lisbeth en la primera película de la trilogía que había visto en un cine de Madrid (“Los hombres que no amaban a las mujeres”, que, según mi amiga Stella Wilde, debería llamarse, en rigor, “Los hombres que odiaban a las mujeres”), era exactamente como la Lisbeth que me había imaginado leyendo las novelas de Larsson. Estaba sola, comiendo un plátano y mirando a todos de soslayo, como si estuviera a punto de salir corriendo, huyendo de algún enemigo gigante y desalmado que quería matarla. Me acerqué a ella y le pregunté si era Lisbeth. Me dijo en inglés que ella estaba dispuesta a ser quien yo quería que fuese, siempre que le comprase chocolates. Le pregunté si podíamos sentarnos en el parque Mariatorget. Me dijo que primero tenía que comprarle una Coca-Cola, un donnut y tres chocolates Snickers en miniatura. No dudé en complacerla. Por suerte mi amiga Stella Wilde dormía en el Lydmar, sedada por mis pastillas. Caminamos al parque, nos sentamos en una banca, comió los tres Snickers en miniatura sin invitarme ninguno (yo sabía que Lisbeth era egoísta al punto de rozar la crueldad) y luego, sin decirme nada, me besó. Fue un beso largo, violento, desesperado, un beso que era el primero y sin duda también el último. Me mordió los labios, dejándome un sabor a sangre. Luego se fue deprisa, sin voltear a mirarme. Estoy seguro de que era Lisbeth Salander. Estoy seguro de que Stieg Larsson no se la inventó, de que ella aún está viva y de que yo la besé una noche de agosto en un parque Mariatorget de Södermalm, a las tres y media de la mañana.
Control Poblacional
ResponderEliminarDesde el punto de vista de un país sub desarrollado.
Religiones, Sectas, sociedades secretas, mafias, gansters, nazis, etc todos son lo mismo.
No es que los toleren hasta un cierto punto, sino que cumplen una función para las personas de poder, son los tontos útiles a quienes se les echa la culpa de todo.
Cuando la CÍA dice que “no tortura a nadie”, pero si dejan que los mafiosos y los ganster lo hagan, como cuando intentan envenenar a Fidel Castro.
El liberalismo no es otra cosa que el control de los militares. Para invadir económicamente un país solo tienes que controlar a los militares (la política de prevención de Bush). No es raro que exista esta mayor tolerancia con la corrupción en países como, España Italia.
Los primeros grandes Imperios, se formaron entre otras causas debido al exceso poblacional.
Lo que no dicen, es que hacían sus conquistas territoriales con 2 fines.
Primero, si ganaban tenían nuevos territorios y a la vez solucionaban el exceso poblacional y Segundo, si perdían les daba igual, los lideres solucionaban el exceso poblacional.
En nuestros días, con la crisis económica el control poblacional se realiza hipócritamente, con el negocio de la salud (Si tienes dinero buena suerte, si no mala suerte), o cometiendo genocidio (India, Africa, etc)
Mi libro favorito es Millenium y como escritor si quiero ganarme el premio novel, solo tengo hacer criticas buenas al país de origen del libro.